Articulo de opinion de nuestro colaborador, D. Francisco Hervás Maldonado, Coronel Médico.
LA CONQUISTA DE LA FELICIDAD
Francisco Hervás Maldonado
Dice Fernando Savater en el prólogo de este maravilloso libro (“La Conquista de la Felicidad”, de Bertrand Russell) lo siguiente: nunca ha estado claro si el secreto de la felicidad consiste en no ser completamente imbécil o en serlo. Como casi todos los ilustrados occidentales (en oriente se da mayor diversidad de opiniones al respecto), Bertrand Russell opta decididamente por la primera alternativa. De alguna manera, la perspicacia de Savater define la cuestión muy sabiamente.
A este libro no le falta de nada: una traducción ágil de Juan Manuel Ibeas, la presentación – tal vez no muy precisa, pero tampoco irreverente – de Carlos García Gual, el prólogo magnífico y breve de Fernando Savater (como la gran mayoría de sus cosas), un precioso poema de Walt Whitman, tomado de su Leaves of Grass” (hojas de hierba, su único y gran libro de poemas) y el magnífico texto de Bertrand (Bertie, de niño y para los amigos, si es que los tuvo) Arthur William Russell, nacido a la vulgar edad de 0 años el 18 de mayo de 1872 y muerto a la ecléctica edad de 97, el 2 de febrero de 1970, camino de la China.
De vida turbulenta, el Premio Nóbel de Literatura sir Bertrand Russell fue famoso como filólogo y crítico social, escritor y profesor, miembro de la Cámara de los Lores, notable matemático e incluso ilustre interno durante un semestre en la Cárcel de Brixton (también encarcelan a las gentes brillantes en Gran Bretaña, como en España). Profesor en Cambridge, Harvard y Berkeley, conferenciante en medio mundo, desde la China (donde tuvo como oyentes a Chu En-‐Lai y Mao Tsé-‐Tung, simultáneamente, en cierta ocasión) hasta Escandinavia, casó cuatro veces y fue siempre amante de cuanta mujer se le puso a tiro, incluida la de su socio y coautor de los Principia Mathematica, el profesor corneado Alfred North Whitehead. Russell fue detenido en 1916 y encarcelado en 1918 por pacifista (se conservan imágenes curiosas de su presencia en manifestaciones antibelicistas, con traje, chaleco y elegante reloj de saboneta, pues siempre fue un clásico elegante), nieto de sir John Russell, Primer Ministro de la Reina Victoria en dos ocasiones, tuvo una infancia atroz. Quedó sin padres a la tierna edad de cuatro años, educándolo la fiera de su abuela, que decidió hacerlo en su tremenda mansión ancestral de Pembroke Lodge, con profesores particulares y la rigidez de la época, de manera que siempre estaba con gentes adultas y circunspectas, no jugaba con otros niños y seguía normas estrictas de vida y comportamiento, hasta el punto de llegar a pensar en el suicidio en varias ocasiones, dada su inadaptación a la idiotez, fruto de su extraordinaria inteligencia. Su liberación la alcanzó en Cambridge.
La lista de personas con quienes trató a lo largo de su vida podrían constituir una especie de Who’s who de nuestra civilización occidental. Empezando por la Reina Victoria, que lo tuvo sentado en sus rodillas, siguiendo con su padrino, John Stuart Mill (el gran defensor de las sufragistas), y posteriormente John Maynard Keynes, William James o H. G. Wells. Conoció y trató a Beatriz Potter, George Bernard Shaw, Joseph Conrad, Aldous Huxley y Rabindranath Tagore. Discípulos suyos fueron Ludwing Wittgenstein y T. S. Eliot. Se entrevistó con Lenin y Trotsky. Contó con amigos muy numerosos, desde Albert Einstein hasta Peter Sellers o sir Winston Churchill. Con respecto a Churchill, Russell contaba con su peculiar humor lo siguiente: Winston me pidió que le explicara el cálculo diferencial en dos palabras, lo que hice a su satisfación: cálculo diferencial. Además, en el Trinity College de Cambridge ocupó las habitaciones que en su día le fueran asignadas a Isaac Newton, lo que no deja de ser algo sorprendente.
Dos cosas son curiosas en su vida: la primera es la corrección que hizo a Gottlob Frége cuando estaba a punto de sacar el gran libro de su vida, de manera que Frége, al recibir la carta del joven Russell, tuvo que rehacerlo completamente. El tema es el siguiente: ¿puede una parte ser al menos tanto como el todo? Si consideramos el infinito como el conjunto de todos los números naturales, ¿cuánto es el conjunto de solamente todos los números pares de los números naturales?, pues también infinito. Es decir, que la parte es al menos igual al todo. La otra cuestión es la paradoja del barbero. Un barbero afeita a todos los que no se afeitan solos y solamente a ellos. Pregunta: ¿quién afeita al barbero? No hay respuesta.
Russell fue un anticomunista declarado. Tras un viaje a Moscú en 1920, donde conoció a Lenin, describió a la Unión Soviética como un asilo de lunáticos homicidas, donde los celadores son los peores. De la filosofía de Karl Marx decía que es confuso y su pensamiento está casi enteramente inspirado en el odio. Durante la segunda guerra mundial, que personalmente apoyó, llegó a decir que dudaba si Hitler era realmente peor que el aliado Stalin.
La estructura de su libro es el paradigma de la lógica: dos partes. En una primera parte, analiza en nueve capítulos las causas de la infelicidad y en la segunda, vuelve a analizar en ocho capítulos las causas de la felicidad. Así de simple y así de eficiente.
Las causas genéricas de la infelicidad – según Russell – se inician con una reflexión general acerca de lo que hace desgraciada a la gente. Para ello, introduce una reflexión derivada del poema de Whitman antes citado. Después habla de la infelicidad byroniana, la de la persona que tal vez no quiere ser feliz o no se siente capacitada para esforzarse en serlo. Igualmente nos habla de la competencia, el aburrimiento y la excitación, la fatiga, la envidia, el sentimiento de pecado, la manía persecutoria y el miedo a la opinión pública (que nosotros llamamos “el qué dirán”). Así vemos que realmente las razones de la infelicidad nos las creamos en buena manera.
En cuanto a las causas de la felicidad, Russell se cuestiona si todavía es posible ser feliz, como una introducción personal que cada cual ha de hacerse. Luego nos habla del entusiasmo, del cariño (obsérvese que no habla del amor, sino del cariño), de la familia, del trabajo, de los intereses no personales (es decir, de la generosidad), del esfuerzo y de la resignación. Termina el libro con una reflexión sobre lo que es ser un hombre feliz.
Porque la felicidad no hay que buscarla, sino que hay que ganarla, como bien dice Bertrand Russell. Es decir, que la felicidad es una premisa y no una consecuencia. Todas las actitudes egoístas nos apartan de ella, mientras que la generosidad nos acerca a ella. Pero no basta con ser generosos con los demás. Seámoslo también con nosotros mismos. Naturalmente que tenemos muchos fallos (¡faltaría más!), pero si queremos ser perfectos solo tenemos una vía: asumir nuestras imperfecciones. Cada cual ha de tener ilusiones, pero ha de partir de un gran supuesto: lo importante no es la meta, sino el camino. Lo importante no es llegar, sino caminar. Esto es lo que nos asimila con la vida, mientras que la quietud es muerte. Llegar, por tanto, es morir, mientras que ir marchando es vivir. El universo se mueve. La vía láctea se mueve, el sol se mueve, la tierra se mueve, el mar se mueve. Todo se mueve, todo es transitorio, nada hay definitivo. Este y solo este (perdón por el deje metafísico) es el único camino de la felicidad.
Por eso, la felicidad es efímera y hay que conquistarla cada día, en cada instante y para cada persona. Y no basta con querer ser feliz en ese momento, sino que hemos de renovar constantemente ese propósito.
Las matemáticas son una de las posibles nanas para lograr el sueño ese de la felicidad. Bertrand Russell es mucho más que un simple matemático: es un filósofo enamorado de la lógica, más próximo a Voltaire que a Montaigne, tremendamente contestatario y a su vez conservador. Sin embargo, lo que resulta ser por encima de todo es muy ameno en esta obra.
The Conquest of Happiness (la conquista de la felicidad), fue publicado por primera vez en 1930, año en que Russell cumplió los 58, bonita edad para ir recogiendo conclusiones, especialmente cuando tu vida ha sido agitada y variopinta. Es una gran edad para poder decir que todo desencanto es una enfermedad que, desde luego, puede ser inevitable debido a las circunstancias, pero que, aún así, cuando se presenta hay que curarlo tan pronto como sea posible, y no considerarlo como una forma superior de sabiduría. No digamos jamás que algo no tiene arreglo: busquemos afanosamente su solución, si es que vamos por la senda de la felicidad. Y si no podemos encontrar la solución, viajemos por una vía alternativa que también nos ilusione, pues como igualmente dice nuestro autor tanto para las mujeres como para los hombres el entusiasmo es el secreto de la felicidad y del bienestar.
Y no puedo resistirme a citar la gran conclusión que el autor hace de la felicidad: El hombre feliz es (…) aquél cuya personalidad no está escindida contra sí misma ni enfrentada al mundo. Tal vez – y conecto con el inicio del libro – los animales sean felices porque aceptan la vida tal y como es, gozando de ella siempre que pueden y aceptándose tal y como son, sin ambiciones económicas o profesionales.