Ahora que viene la Navidad, he de confesar una aventura pasada. No es que yo no quiera o no pueda, pero debo reconocer que me cuesta muchísimo hacer el amor, porque…, bueno, ¡para qué mentir!, porque me da un poquito asco. Bien, tal vez no sea asco, tal vez sea solo yuyu o frufrú, que son dos palabras de uso esporádico que definen muy bien el síndrome del amante absorto, que yo padezco.
Ese síndrome se expresa mediante la distracción en el momento crítico e incluso no tan crítico, en algunas ocasiones. Así, cuando una mañana decidí que me ponía bastante mi vecina la Culilindo; como siempre la llamo, pues olvidé su nombre tantas veces como lo aprendí, incluso poniendo todo mi interés, que no debe ser suficiente (también padezco el mal del retorno bloqueado). Y decidí invitarla a salir.
- ¿Quieres salir conmigo?
- No, porque a la hora en que sales, yo entro.
Es justo considerar que la Culi no es muy despierta, pero no todo ha de ser prosapia y sapiencia en esta vida. Por otra parte, yo salgo a las siete y media de la mañana, pero yo no me refería a esa salida, así es que aclaré:
- Me refiero a una confraternización de tipo lúdico, o sea, festiva y rozagante.
- Me lo explique – contestó ella.
- Pues eso, ligar.
- ¡Ah!
- ¿Y?
- ¡Oh…!
- ¿Por?
- ¡Pché!
- Cincuenta euros y subiendo.
- ¿Hasta dónde…?
- Hasta cien y me enroco.
- Lo veo.
- A las 9 en punto.
- Mejor, a las 9 y coma.
- ¿Qué coma es esa?
- Coma de comer, en este caso de cenar, previo al regocijo.
- Vale, pero yo estoy a dieta.
- Yo no.
Así es que me fui a cenar con la Culi, que mereciera llamarse la Zampaytraga, pues hay que ver lo que me come la gachí. Para empezar, se arreó un Martini con Vodka, como James Bond, sacudido, no agitado, con una aceituna pinchada en un palillo, pero como eso, así, es una tontada, lo adornó con unos canapés de caviar beluga, del norte del Caspio. Yo me tomé una caña con patatas fritas, que es más sobrio. Aproveché un descuido para mirarle a las piernas, pero no, no era 007, pues carecía de pelos y su curvatura no dejaba lugar a dudas. Tras el aperitivo, vinieron los entrantes: anchoas de Santoña con pimientos del piquillo rellenos de bacalao, virutas de ibérico y huevos de codorniz a las dos salsas, todo para ella. Yo, una sopa de castañas. De primero, ella pidió una crema de cangrejo con bogavante. Yo, seguí con la sopa de castañas. Todo ello, lo regó con un Albariño de reserva. Yo, acqua fontes con un hielo. De segundo, me pidió un besugo al horno con un contorno de patatas panadera y unas ostras en hielo. Ahí ya pasó a un vino francés de la Bretaña, muy frío y con denominación controlada. Yo, un muslo de pollo frito y más agua fresquita. Terminó la nena con unas fresas al oporto, acompañadas de un helado de tiramisú con amaretto. Yo, un plátano. Ella tomó un arábica natural con nata y whisky. Yo, un humilde descafeinado y más agua. Unos bombones (dos), obsequio de la casa, requirieron una botella de la viuda Clicot muy fría. Yo casi no lo cato, pues por cada sorbo que daba, ella se arreaba una copa. Y como tanta agua había bebido, se me vinieron los orines a presencia, así es que me fui a pispisear al aseo de caballeros (gilipollas, para ser más precisos, pues ese era un restaurante de alterne fino, donde todos estábamos siendo estafados por una já y el del restaurante, que irían a medias). Una vez aliviado, pensé huir por la ventana, pero el del restaurante no era bobo y lo tenía todo previsto: había una reja del catorce, imposible huir. Así es que volví, tras encomendarme a san Carterito bendito, patrón de los desplumados y a san Tarjeto de Crédito, patrón de los optimistas. Entonces, la Culi-‐culi dijo que era ella quien tenía que ir al aseo y se largó, momento que aprovechó el camarero para traer la cuenta: ochocientos cincuenta y siete euros. Propinas aparte. Saqué la cartera y me desmayé un instante, pero en cuanto me vino la color, vi que mi cartera estaba en su sitio, pero sin la tarjeta de crédito. Quien sí estaba sonriendo, junto a ella, era el camarero, con una maquinita en la mano.
- Ponga usted el código.
- ¿Y si no lo hago?
- ¡Qué gracioso es el señor!
- Pues no lo hago.
- Pues se queda sin tarjeta y además, llamo a Bermúdez – dijo el jodío, echando el ojo a la puerta, donde estaba Bermúdez, un gachó de dos metros diez, cuadrado cual armario y con la mano derecha en el bolsillo, que abultaba algo (¿puños coreanos, pistola, navaja de Albacete…?).
- ¡Es una broma!
- ¡Qué gracioso es el señor!
En estas regresó la Culi-‐culi, radiante y espectacular, mostrando el género de tal manera que hasta el reciente atraco me pareció un dispendio baladí. Pero la cosa estaba un tanto bruta.
- Oye, vamos a tomar una copa, chotín – lo de chotín fue lo único sensato de la frase, dada la cornamenta que me iba a poner en breve, pues ese era su oficio.
- Mejor en casa.
- ¡Hijo, qué soso! Con lo berraquillo que tú eres… No, vamos a templar las cuerdas, para que luego me toques bien.
- Yo toco lo que tú quieras – pero en ese momento recordé que padezco el síndrome de la piel de plátano, de manera que cada vez que toco a una mujer, se me resbala la mano y puedo caer al suelo, por lo que mis amores he de tenerlos con guantes de látex o de lana, dado que los de piel también resbalan.
- Pues vamos a “Casa Quitá”, que hacen unos cócteles muy buenos y la música es chipén.
- Ea, vamos – dije con cara de jesuita, que es una cara intermedia entre “¡cago en la!” y “¡va’usté a la mierda!”, pero con sonrisa.
El nombre está muy bien puesto, pues allí te quitan hasta la casa, dados los precios que se gastan. La titi se despertó con un “sol y noche”, que llevaba whisky, café, ginebra, ambrosía y guindas, todo ello bien agitado, servido en una copa con azúcar en el borde y acompañado de unas galletitas de chocolate blanco y otras de chocolate negro, espolvoreadas de canela. Yo tomé un tinto del país con dos aceitunas (menos recargado). A continuación vino otra botella de la viuda. Con razón se dice aquello de que en caso de duda, elija una viuda, pues ha de ser una mujer riquísima. Yo casi solo me mojé los labios, pues la Culi-‐culi bebía como una colodra. Como me notaba remiso a pedir otra botella, la gachí se subió un poco la falda para decidirme. Y en ese momento recordé que padezco el mal del calamar, de manera que en cuanto veo una pierna estupenda, me amarro a ella con tenacidad y le expelo babas, pues yo no tengo tinta (cada uno da lo que tiene), pero como tengo el síndrome de la piel de plátano, al no llevar guantes de látex, resbalé y caí al suelo babeando, dándome un morrón en la nariz, lo cual no me viene mal, pues también padezco la enfermedad de la nariz tímida, y preciso estimularla de vez en cuando para respirar, porque si no, he de hacerlo por la boca.
Entre el camarero y la Culi-‐culi me levantaron del suelo y me sentaron en un sillón, asegurándose bien de que mi órgano más delicado e importante – la cartera – no hubiera sufrido daño alguno. Vino la nueva botella de la viuda e incluso una tercera y una cuarta. Intenté huir por los lavabos, con la excusa de orinar, pero allí no había ventana y el agujero del retrete era bastante estrecho, así es que acumulé un nuevo fracaso y regresé a las tetas de mi amada Culi-‐culi, quien me recomendó pagar, mientras el camarero – un gañán sin mula – se sonaba los nudillos. Dos mil setecientos catorce euros más tarde salíamos del “Casa Quitá”, esta vez en dirección a casa. Tomamos un taxi, pues ni ella ni yo recordábamos dónde habíamos dejado el coche, aunque ya nos informará el ayuntamiento, sin duda. Lo malo es que además padezco el síndrome del vómito en rueda ajena, lo que hizo que el taxi quedara hecho un asco y que tuviera que atizarle doscientos euros extras al taxista para salvar el pellejo, mientras rajaba diciendo “¡pos sí que vas tú a joder hoy!”, cosa que la Culi-‐culi le recriminó, por ser una grosería y él, según me contó luego la já, le pidió disculpas.
Nada más entrar en casa, tuve una ausencia de microsegundos y se me cayó la llave por una alcantarilla. Afortunadamente, como también padezco el síndrome del desconcierto, era la llave de la Culi-‐culi, que le había cogido de su bolsillo. Aunque daba igual, pues esa no era nuestra casa. Nos habíamos equivocado en dos portales. Fuimos, por tanto a casa. Saqué mis llaves y no abrí, porque estaba abierta la puerta. Tomamos el ascensor y me aseguré de estar en mi casa, pero la indómita Culi, entonces, se durmió en mis brazos, así es que abrí la puerta de mi piso y allí descubrí que padezco el síndrome del amante absorto, descubriendo a mi mujer que se encontraba preocupadísima por mi ausencia, pues eran casi las cinco de la madrugada, lo cual me dejó asombrado, pues había olvidado que estaba casado desde hacía veinte años. Con su ayuda, cogimos a la Culidormida y la depositamos en el descansillo de su piso, tocando el timbre. Abrió un señor que acaso la acompaña (debe ser que la Culi padece también el síndrome del amante absorto) o que cohabita con ella y la recogió, haciendo una inclinación respetuosa de cabeza, como quien recoge una mercancía valiosa.
Nosotros volvimos a casa y nos acostamos. A la mañana siguiente descubrí que esa no era mi casa, que tampoco esa era mi mujer y que había un señor sentado al lado de la cama, un individuo que decía: “pobre hombre, pobre hombre”. Me levanté, me vestí y saludé con una flexión de cabeza, pues yo también soy muy fino cuando me lo propongo. Salí a la calle y tras varios intentos, di con mi casa. Supongo que la Culi-‐culi habrá tenido mejor suerte que yo. Comprobé el estado de mi órgano favorito (mi cartera) y vi que estaban mi tarjeta de crédito y cinco euros. Menos da una piedra. Recordé que no estaba casado: ¿con quién habría estado yo? Al abrir el portal descubrí a la Culi-‐culi sentada en el sofá de la entrada. Como había tirado sus llaves por la alcantarilla, tuve que llevarla a mi casa, llamar a un cerrajero y conseguir que abrieran la suya.
Todo se solucionó, aunque la guasa salió un poquito cara.
Pero no he vuelto a salir con la Culilindo. Es más, casi ni la reconozco ya cuando la veo, probablemente sea debido al mal del retorno bloqueado que padezco. De hecho, ahora le llamo la Culicaro.
Es un mal rollo eso de padecer tanta helera…
Diciembre de 2015.
Francisco Hervás Maldonado, Coronel Médico